lunes, 18 de mayo de 2020

Tetártos - el camino.


Arribamos a Tetártos con los primeros luceros del alba. Los rayos del sol iban peinando la oscuridad hasta aplastarla por completo. Las lozas de las casas cambiaban de color de un púrpura a un terracota vivo. Los primeros luceros del alba engalanaban a la pequeña ciudad como una virgen. Olía a pan recién horneado; a fertilidad, toda la ciudad era un contraste de vida y pureza: árboles aparecían por doquier, frutos redondos y carnosos cual seno femenino en madurez abundaban.
No era la primera vez que visitaba Tetártos, pues allí es donde nuestra casa de retiro en la cima del monte residía. Una o dos veces cada tres meses nos retirábamos a aquella pintoresca casa de ladrillo con ventanales que engullían la luz y la digerían en las entrañas de sus pasillos. Aún me acodaba de sus explanadas gigantescas que se interrumpían de jardines salpicados de flores. Grandes manchas irrumpían el verdor y terminaban abruptas en páramos empedrados.
Sin embargo, era la primera vez que veía despertar a aquella mujer dormida, que la veía iluminarse como vela, que observaba el terciopelo verde de su sexo humedecerse excitada y presta a recibir las penetrantes luminiscencias.
Tetártos nos recibía de brazos abiertos como a la luz. Nos detuvimos. Nergal me dijo que nos quedaríamos allí por dos días y que podía hacer lo que quisiera. Como era una ciudad conversa, tenía muchísima libertad de moverme y era bien recibido con tan sólo vestir mis hábitos.
Decidí entonces conocer los edificios históricos, los héroes interpretados en los muros y los templos que se dice Melodia fundó en la ciudad. Según los anales históricos de nuestra religión, cuando empezó el proceso evangelizador, hace ya más de cien años, Tetártos fue la primera conversa, por lo cual, la cultura que traían los primeros mensajeros pudo tenderse cómodamente; evidencia de aquello eran sus construcciones hechas de piedra blanca, arcos descomunales y patrones florales, sus iglesias con grandes bóvedas de costilla y arcos arbotantes que señalaban con enjundia los cielos y sus coloridos vitrales caleidoscópicos que ocupaban por lo menos la mitad de una delgada pared.
Por las casas pasaban unos riachuelos que los pobladores llamaban “acequias” que fungían de venas para la ciudad. Cristalinas venas que recorrían todos los recovecos de la ciudad. Iban de aquí a allá llevando el vital humor vítreo para los pobladores. Allí, junto al kiosco, eran el centro de la vida social. Se juntaban las mujeres a conversar mientras restregaban sus blancos ropajes para quitarles el poco polvo que se les pegaba; los hombres se reunían mayormente en el kiosco a conversar sobre los eventos más recientes y relevantes.

Caminé entonces, entre los callejones empedrados; las casonas despobladas de color se camuflaban en la pradera azul infinita con las nubes. De vez en cuando algunas aves se posaban en los techos rojizos. Fui al kiosco, supe por los locales que ahí, a un lado de la rotonda central había un pequeño café quiescente donde podía uno sentarse a ver el bullicio de la gente.
Así lo hice. Me senté en el balcón del segundo piso del que colgaba una enredadera poblada de flores, pedí un café negro sin azúcar y un pedazo de pie de queso para acompañarlo. Desde ahí pude contemplar la industriosa vida que bullía y manaba de todas partes.
Las mujeres cargando niños, yendo por el mandado, algunas otras vestidas con su rebozo y cargando un rosario de cuentas orando en la calle. Las jovencitas ligeras y airosas caminando como diosas a la guerra, sembrando sus pequeñas pisadas surcando los callejones con la magnanimidad y arrogancia que otorga la juventud.
Los hombres, pesados, ataviados con traje y sombrero de porte inflexible arando los caminos con sus negocios, risas estruendosas iban cerrando o empezando conversaciones.
Los meseros iban de un lado a otro como abejas recolectando el polen verde de las flores.
Menesterosos todos, no requerían de un pastor en sus vidas.

Terminé mi café y me encaminé a conocer la iglesia; celebraban una misa. El corazón se me hinchó de la alegría. Todos atendían a las palabras del sacerdote en turno. Solemne encendía las velas para marcar el inicio de la ceremonia. La marea de cantos no se hizo esperar. Rebotaban en los sólidos muros de la construcción y se apagaban como las gotas de lluvia que caen de las lozas al detenerse; súbitamente las voces se trocaban en una hasta llegar a convertirse en una muda armonía.
Cuando el hombre del hábito alzaba sus manos todos se erguían a su paso, cuando él colocaba sus palmas al suelo, todas las humildes ánimas se hincaban bajo su poder. Su dominio era inexpugnable aunque de vez en cuando el llanto de un infante rompía la delicada fibra del silencio.
Los acólitos se movían como almas en pena; con su mirada firme en el horizonte balanceaban el pequeño incensario de un lado a otro.
Me uní a su cantar sin saberlo

“Nuestro juez vendrá
En vos, Dios confiamos.
¡Sálvame de la maldición eterna!
¡Salva a vuestros pueblos!
En ti, juez, creemos.
Líbranos, ¡Oh Señor!
de la muerte certera.”


“Líbranos, ¡Oh Señor! De la muerte certera.” Cantaban todos en una ciudad donde la muerte no existía. Terminó la celebración y continué con mi paseo. Al salir de la iglesia vi a varios niños reunidos jugando. Confirmaba mi pensamiento, en Tetártos la muerte no se asomaba, todo cuanto había visto era vida. Me dispuse a buscar un lugar para leer. Seguramente Nergal estaría disponiendo y mandando.  Todo era muy tranquilo. Mi lectura la interrumpió un indigente que necesitaba dinero así que hice lo debido y le di cinco pesos. Eso le bastaría al hombre para comprar una telera. Pobre hombre, me entristeció ver su miseria. Tanta oportunidad había en la tierra y él escogía disponer de su vida de la manera más insignificante y mundana. Su olor era insoportable. Agradecí al creador que lo hubiera hecho irse con brevedad. Me recordó a cuando nos llevaban a conversar con los ancianos y los enfermos; a veces resultaba un trabajo extenuante tener que escuchar sus desvaríos y lamentaciones hora tras hora. Sin embargo, a eso estaba llamado, a entregarme al prójimo, entonces, así lo hice. Así lo haré.

Resuelto, opté por volver a la base militar donde me hospedaba. Fue en ese entonces que me di cuenta de la distancia. El recorrido fue corto, —o eso me pareció— pero al no poder volver supe que mi caminata fue más larga. Estuve vagando sin rumbo fijo hasta que por un azar di con el complejo militar. Al llegar un soldado me informó que Nergal me buscaba y que él había ido personalmente a Tetártos para dar con mi paradero, luego me pidieron que me retirara a mi habitación y que no me moviera de ahí hasta que él volviera.
Impresionante. Todos esos hombres de plomo se convertían en pólvora a merced del gatillo de Nergal, incluso cuando él se ausentaba. Me sorprendía más darme cuenta que inclusive yo le obedecía sin siquiera considerar otra opción. Tanto era su poder, tanto que si él lo deseaba enviaba hombres a morir o asesinar; Un ídolo de plomo investido con el derecho divino…

Olvidé por completo mi lectura al ver a aquel hombre mendigando. Ya que esperaba visita y no podía salir de la habitación, resumí la lectura donde la había pospuesto. Las letras se grababan en los corredores de mis recuerdos. Todos esos momentos de ficción los recordaba al leer los pasajes que ahora me enganchaban. La historia del redentor que por nuestra culpa nos había merecido al mundo era fascinante, ¡qué valor! Pensé para mí mismo. Una historia de antaño que a llana vista era el fundamento de nuestra religión. Esa pequeña onda en el mar se convirtió en una marea que iba arrasando con dulzura todo a su paso y esta ciudad era testigo vivo de aquél milagro.
Satisfecho cerré el libro. Nergál no llegó esa noche a dormir. Lo supe mientras tomábamos el desayuno.
— ¿Y tú de dónde tan fresco?— le dije a Nergal mientras sorbía una taza de té sin azúcar.
Pero continuó sorbiendo. Repetí mi pregunta. Al cabo de unos segundos terminó de sorber y colocó su taza en la mesa diciendo
—No lo sé. Recuerdo haber despertado con una mujer; ni me acuerdo de su nombre.—
—¡Vaya!— le dije porque no se me ocurrió otra palabra y le di un trago al café. Él entonces acarició mi cabeza y se retiró. Yo también decidí retirarme a orar. Me quedaba el resto del día para darle vueltas a su respuesta.

Los pasillos altos y blancos me recordaban demasiado los pasillos del convento, en estos pasillos también resonaban las pisadas llenas de determinación de los hombres a toda hora.
Oraba, pero no podía concentrarme. Mis oraciones no se sentían como el agradecimiento sereno para con Dios por el mundo entregado; Sentía que mi oración estaba cayendo a un pozo sin fondo. Luego recordé a aquél mendigo en la acera, desvalido y paupérrimo.
Apreté mis manos con más fuerza, lo  vi a ojos cerrados. Las manos huesudas, mugrientas, uñas largas y amarillentas, demacrado; en ese momento pude volver a orar. Recordé cuál era mi motivación y mi alma estuvo en paz.
Le pedí a Dios por ese hombre, que alguien lo ayudara porque esa condición indigna no era tolerable. Yo había hecho lo que en mis manos estuvo y la paz me inundaba.
Entonces concluí mi oración y retomé la lectura. Todo ese día no me animé a salir.
Nergal volvió a la mañana siguiente para avisarme que partiríamos en dos horas.

martes, 5 de mayo de 2020

El Heredero de Dios


Voy camino al desierto donde no pasa nada, donde la única cosa que florece es la violencia regada con la vida de un sinfín de hombres y de mujeres.
Voy y no. Sujeto a mis recuerdos que me mantienen en mi pequeña celda, que me siguen cubriendo el cuerpo de ternura en medio de estas fantasmagorías negras que dicen resguardar mi vida en este peregrinaje.
El hombre que viene a mi lado ya ha sucumbido ante el sueño, su ronquido asemeja un enjambre de moscas que lucha desesperadamente por escapársele del cuerpo. Es la primera de mis tres semanas de peregrinaje pero yo ya estaba de vuelta en los abrazos de mis amigos, en los besos de las monjas, dentro la comodidad de servir confinado a un pulcro recinto; estaba, para variar, saboreando las comidas y las conversaciones que tenía con todos ellos.
Tanto pesan las remembranzas que van ennegreciendo mi vista, quieren que los sueñe, que dilapide mi zozobra para que pueda recordar con claridad todo aquello que hoy yo mismo me arrebaté.
Rendido ante el necio estupor que juguetón coloca sus manos en mis ojos para que les dé otro nombre y otro calor a su caricia. Duermo.
Se abigarran los sueños y los recuerdos.
―Ahavah― me mandaron a llamar los cuatro vicarios celestiales con sus voces hecha una.
Es tu turno de ir” imponiéndome un destino; me ordenaron hacer los santos ritos antes de la partida. Así lo hice.
Te va a gustar. El lugar es amplio y tiene una placita muy bonita, además hay mucha gente ahí que te necesita. Necesita a tu Dios.” El militar que había procreado en mí el feroz deseo de pisar aquel suelo hecho de polvo se hizo llamar Nergal.
Nuestros sacerdotes enviados desde la orden terminaban convirtiéndose en un puño de arena disuelto en el aire rodando de un lado a otro sin saber si realmente estaban muertos o no. El horror escurrió mi frente.
— No pasa nada. Yo te acompañaré. — dijo cuando supo-
Esta era la primera vez que encomendaban el cuidado de un cura a unos guardaespaldas, tal vez antes nunca lo vieron necesario o porque la relación entre la milicia y la iglesia sufrió muchísimo durante las guerras de pacificación; sea lo que haya sido, a mí me “protegía” una parvada de cuervos vestidos de hombre  y una caravana que desde el cielo ha de parecer una serpiente arrastrándose buscando una presa para alimentarse.
— Zilam, Luvina, me mandarán al desierto.
Hubo un silencio de tumba. Sabían bien que era nuestra obligación. El abraso de luz que ciñe mi cuerpo me recuerda a sus abrazos donde se me escondían la futura nostalgia y el miedo. El mes previo a mi envío oré hasta sudar espesas hilachas negras que pisaban el suelo con un aplomo  aterrador; nada podía hacer. Sabia bien que era mi obligación. 
Nergal me protegería, él me lo dijo: debía preocuparme por cumplir con mi deber y llevarles al verdadero Dios a ese montón de infelices.

Mis días en el convento estaban llenos de risas. Luvina, una mujer que estaba tan arraigada a la tierra que decidió quedarse tan cerca de ella como le fuera posible, me visitaba de vez en cuando junto con Zilam, un par a mi parecer muy peculiar. Ella era toda efusividad y él un silencio anegado de serenidad. Nos gustaba reunirnos a comer y pasar nuestro día de descanso juntos jugando algún juego de mesa.
Entre semana casi no nos veíamos, pues, siendo los tres miembros de la orden, nuestra vida giraba de lleno en torno a la necesidad de los demás. Cuando algo faltaba, cuando alguien necesitaba ser escuchado, era nuestro solemne deber ir y ser todo manos u oídos para el desamparado y desconsolado.
Zilam, normalmente se encargaba de los ancianos “A ellos nunca nadie les presta atención. Los creen inútiles” decía, mientras que el llamado de Luvina provenía de los enfermos o deformes. Se veía magnánima recibiendo los pequeños manotazos e imponiendo orden a las criaturas tan pequeñas (¿o tan grandes?) como ella. Acababa toda desescarmenada, con el cabello cubriendo su rostro irregularmente y a veces con marcas de mordidas por todas sus manos; Los admiraba. Yo  tenía un oficio relativamente sencillo, lo mío era educar a la gente, fingir ser una autoridad ante ellos y saber. De vez en cuando había que atender a alguna que otra actividad donde había que convivir con niños o ancianos, pero yo me centraba más en dirimir y asentir.

Comía todos los días, tenía mi propia celda donde me dedicaba con fervor a la erudición y veía a mis amigos rutinariamente. Nunca comprenderé ni cómo ni porqué ese hombre había encendido aquella dulce pasión por el prójimo en mí.
Su paso firme y postura tensa fue lo primero que vi de él ese día.
— Mucho gusto — dijo él con suma naturalidad mientras extendía su mano.
— Un gusto — le respondí sonriendo sin saber si realmente era una razón para alegrarse.
Luego me pidió acompañarlo a realizar una diligencia, bueno, “pedir” es una palabra muy suave para su tajante e innegable “Vámonos”.
Me llevó a pasear por la periferia de la ciudad. El recorrido no tenía fin, la arena se adivinaba con el cielo en el resplandor crepuscular. Como no le vi un fin próximo decidí hacer preguntas para aliviar la repentina extrañes que me provocaba lo solicitado de mi compañía; para mi sorpresa él respondía todo con una naturalidad galante y complaciente.
Luego se detuvo en la cima de un monte cercano. Los escombros de sol aferrados al cielo brillaban tenuemente. El silencio se apropió del momento y sin decir más, me regresó a mi celda. Había consumido todo mi día sin saber la razón.
Después de ese día sus visitas comenzaban a hacerse frecuentes, de a poco se incluyó en mis actividades. Los superiores dijeron que era para que conocieran un estilo de vida tan ejemplar como el mío, pero había decenas, cientos de ejemplos de vida mejores que yo.
A mis compañeros parecía dárseles naturalmente el altruismo. Todos ponían cara enternecida de suplicio al ver a los despojos de ser humano amontonados como basura  en el suelo; corrían conmovidos en su ayuda. Yo no. Yo los ayudaba, luego les reprochaba su debilidad, los mandaba seguro de que mi palabra era la verdad y que en ella estaba contenida el remedio absoluto de su miseria. Obedecía mis votos monásticos al pie de la letra: era caritativo, servicial y abnegado al prójimo, pero no por devoción, sino por deber, ellos no. A mis compañeros se les notaba la dulce disposición de hacerlo.
En absoluto iba a poder sanarlos y hermanarlos con la gente; a esos guiñapos todo el mundo los veía con lástima. Para mí todos éramos lo mismo, una posibilidad de desgracia o salvación. Unos ya vencidos, otros en proceso de vencerse ¿por qué habría de tenerle lástima a los caídos y dejarlos ahí arrumbados cuando podía darles un último aliento para que se levantaran?
Si yo tenía comida la repartía para que no me molestara mi conciencia, no porque la compasión me llevara a quitarme el pedazo de pan de la boca.
De vez en cuando, al término de mis obligaciones Nergal decidía quedarse. Su labor nunca terminaba “quiero esto, quiero aquello” decía esperando obediencia, curiosamente, resultaba natural obedcerlo, Poco a poco me fui dando cuenta que le gustaban los té cargados con su bolsita enredada en la oreja de la taza, que el ruido al comer le resultaba molesto.
Después de saberme la medida de sus gustos, sin más, dejó de irrumpir en el convento, sus pasos dejaron de poblar los pasillos, su voz ya no se depositaba como alcancía en mis oídos. Nada. Desapareció. La mariposa de su muerte revoloteaba por mi mente. Se batía con delicadeza en el silencio de mis pensamientos. Comencé a hacer mis diligencias para espantarla, para no remitirme al recuerdo de su ausencia. Ahora me comprendía menos. Habían pasado ya cinco meses desde aquella vez del mirador, cinco meses en los que a diario le adivinaba los gustos, el humor, hasta sus dolencias y de la nada se había ido. Ahora tenía que hacerme pretextos para mí después de tanto tiempo, tenía que andarme inventando la paz y la calma como si no las conociera. 
Decidí irme a rezar a la catedral.

Creemos que nuestro juez ha de venir
En ti, ¡Oh, Señor! He puesto mi confianza
¡Oh, Señor! Víctima redentora,
Libérame. La muerte y la vida se me confunden...”

Hice mis manos un nudo devoto. No escuchaba respuesta de nadie, oía mi voz, el gorgoteo de su eco humedecer el recinto. Brincando de un muro a otro, jugando a que las paredes eran los oídos de Dios y que yo le murmuraba a gritos mi petición. Un desposeído “Hola” apaciguó el juego Era Zilam quien levantó su mano para terminar el saludo.
— ¿Ya estás practicando? Te llegó esta carta de Nergal, para que ya dejes de llorar — dijo conteniendo la risa.
— Cállate, no lloré — le respondí apenado por mi notoria tristeza. ― ¡Espera! ¿Practicando?― referí el verbo agitando mi cabeza.
Rió— Bueno — añadió, — Vamos a comer con Luvina aunque nuestra amistad no te satisfaga — arrojó una lágrima ficticia al aire.
— Qué dramático eres —le respondí enternecido por su sutil muestra de cariño y lo abracé para irnos a comer.
Al llegar al comedor ya estaba la mesa puesta con Luvina acompañada de dos asientos vacíos. Arrojó su quijada hacia delante con los labios apretados como diciendo "siéntense” acompañó al gesto su mirada estrecha abierta en toda su extensión. Zilam frunció el ceño al ver la comida y profirió un leve quejido. Yo lo empujé hasta el asiento, pero mientras más trataba de apresurarlo, más se abandonaba a su peso.
Un caudal de murmullos nos sobrevino
― ¿Dónde chingados estaban? ― la dulcísima voz de Luvina se unio al barullo.
― Pues, tu amigo que estaba en el templo a llanto abierto. No podía calmarlo. Estaba llore y llore. No podía traerlo así.― Luvina sólo lo miró poseída por un hastío que le hizo torcer los ojos.  Fue en ese instante en que los tres y el resto de los ahí congregados nos percatamos: Ahí, en medio de la puerta abierta de par en par se apareció nuestro señor cardenal Melodia.
Nos levantamos en cuanto el mandamás puso un pie sobre el mármol pulido del suelo. Su séquito de acólitos venían tras de él con un trono dorado a sus espaldas. Todos permanecíamos inertes mientras se adueñaba del recinto. Ningún rincón quedaba despoblado de su dominio; el traqueteo de los trastes cesó junto con la cacofonía en el salón. Una multitud de pasos resonó tras de él.
Lo vimos de soslayo. Un nimbo de rayos solares coronando su cabeza clavado a una máscara de oro pulido incrustada con cinco gotas rojas. Una cascada de plumas de pavo real desembocaba en un río de ojos en el suelo. Antes de sentarse, livianamente alzó sus guantes como garras de palmas al cielo y comenzó a orar:

“Cum resurget creatura
Judicanti responsurra
Judex ergo cum sedebit
Nil inultum remanebit
Quem patronum rogaturus
Cum vix justus sit securus?
Juste Judex ultionis
Ante diem rationis”

Sus palabras antiguas caían una a una contundentes en nuestros oídos.
“Kyrie Eleison” respondimos en coro aún pasmados por tal imponente acto de presencia.
La cena fue silenciosa. Nada aparte del choque de los cubiertos contra los platos amenizaba el suceso. La sicofancia no se hizo esperar y varios de nuestros compañeros comenzaron a adular al supremo cardenal. Yo no quería ni siquiera mirarlo, ¿cómo iba a mirarle con estos ojos percudidos de pecado? No nos quedó más que rezar extasiados de agradecimiento, yo pretendí rezar. Cerré mis ojos, de nuevo mis manos se confundieron en una, pero no agradecía, otra vez volvía a pedir: pedí que Melodia el puro se llevara su inmaculada presencia, que sus ojos no escarbaran inquisitivos en mi alma.
Así nos mantuvimos por no sé cuánto tiempo; el mundo pudo haberse acabado en ese instante, pero con Melodia ahí, poco nos hubiera importado.
A ojos cerrados escuchamos la voz de Melodia; grave y serena, segura de todo proceder anunció su retirada, finalmente, al oír cerrarse la puerta de nuevo volvió el tiempo a su cause.
Zilam suspiró aliviado, Que bueno, ya no aguantaba, me estaba quedando dormido— nos anunció,  Luvina rió desaforada. Yo por mi parte respondí un seco— ¡Ya sé!— recogí nuestros platos. Nos despedimos confinándose cada quien a su mundito, a los cuatro muros que lo conformaban.
Mientras me deshacía de las largas prendas que eran nuestros atavíos un crujir extraño entre mi ropa captó mi atención sacándome del trance en que la magnánima presencia me había colocado de un mero rezo.
—¡La carta de Nergal!— entusiasmado por el simple pedazo de papel hurgué en mis ropajes buscando el tesoro de celulosa.
— ¡Aquí está! — me dije a mí mismo con la alegría que mi voz se permitía transmitir, abrí el sobre cuidando no romperlo. La fecha era de hace tres semanas.

Ahavá” rezaba la primer línea

Me encuentro bien. Espero mi carta te llegue con prontitud. En este mismo momento me encuentro en un pueblo desconocido, seguramente habrás oído hablar de él. Aquí donde los indios matan a diestra y siniestra.
Me enviaron en una misión de reconocimiento. No te preocupes por mí, volveré en unos dos meses.
PD: Cuando vuelva invítame a comer.
Nergal

Por supuesto que sabía de ese poblado. Nuestra orden mandaba sacerdotes al menos cada tres meses, teníamos funerales comunales cada nueve. Tardaba lo menos la tierra en entregarlos al mundo que el mundo en devolvérselos como montones de destellos apagados. Terrible. Cuando llegaban los restos no nos era permitid abrir las cajas de sus féretros. Los horrores hechos a sus cuerpos profanados nos provocarían pesadillas para toda la vida, decían. No podíamos despedirnos antes de entregarlos a las hambrientas mandíbulas de la lumbre.
Ahora sí tenía una razón para orar por Nergal, por su bienestar, por volver a verlo y  despedirme de él una multitud de veces para que no se condensaran todas las despedidas en un adiós eterno.
Devolví la misiva a su sepulcro. Me dispuse a dormir.

Habían transcurrido dos semanas desde la llegada de la epístola. Yo me la pasaba distraído, absorto imaginando aquel pueblo innombrado, a Nergal en recostado en la arena mirando el cielo, envisionaba su rostro putrefacto carcomido por insectos o derretido por el sol. Estremecido por el luto, temblaba al imaginarlo muerto y prefería recordarlo vivo, tomando su té, entrando a mi celda y respondiendo mis preguntas. No encontraba alivio en las palabras tendidas en el papel. Su “Cuando vuelva invítame a comer” se trocaban en un “si es que vuelvo” y pesaba más mi incertidumbre que la seguridad de su mano al escribir esas palabras.
Paseando por los pasillos del complejo el párroco me abordó para informarme que Melodia demandaba mi presencia inmediatamente.
Una requisa tan perentoria de nuestro líder absoluto no hizo sino ofuscarme. No había hecho nada que fuera en contra de mis labores: oraba, cumplía con el servicio comunitario, enseñaba y ayudaba en los quehaceres del convento, inclusive, durante este tiempo en el que la ausencia de Nergal me hacía compañía, me dio por exceder mi labores asignadas y acompañaba a quien fuera a las suyas con tal de que los horizontes del mundo no se acabaran en la pared de mármol a la que se le antojaba delimitar el espació ahí donde ella se erguía. Nervioso me dirigí hacia el aposento del santo de inmediato. Quería apurarme también porque justamente hoy, era el día en el que comía con mis amigos.
No me perdonarían no comer con ellos de nuevo, aunque fuera Luvina la que por sus trabajos en el convento hubiera pospuesto el encuentro dos veces.
En fin, recorrí los interminables pasillos blancos del convento. Todo el lugar era de mármol con grandes arcos abriéndose al exterior. Nuestros jardines vestidos de rosas blancas, margaritas, campanillas, orquídeas, claveles y alcatraces eran nuestro orgullo. Los arcos, como bocas abiertas, permitían el paso de los rayos del sol que acariciaban el mármol donde se clavaban para que la brisa no se llevara su calor. El camino se acortaba con cada una de mis zancadas pero yo alentaba mi paso para seguir contemplando esa imagen.
Los rayos del sol ahora se ocultaban de la brisa entre las flores, pero ella con amorosa tenacidad los seguía buscando, en un sacudir deshojó todo para que el sol ya no tuviera donde esconderse de su etéreo beso. Luego, cuando al sol le tocaba buscar a la brisa, esta se escondía bajo las alas de las aves, entre mi piel, pero sobretodo, dentro de nosotros, y cuando el sol se rendía, se secaba en un suspiro al mundo para jugar una vez más.
Di con el ala que coloquialmente conocíamos como “El tabernáculo de la alianza” porque ahí estaba la sala de juntas de Melodia y los demás líderes de la orden.  Era una puerta alta de madera negra, chapas de oro y relieves  floridos. En sí, la puerta formaba el rostro del Dios encarnado al que adorábamos. De ojos hundidos, enjuto, vejado.
Abrí la puerta lentamente para avisar que había llegado. Cuatro siluetas brillaban entronadas en la oscuridad: Melodia, Feng, Ame y Virupaksa.
Los cuatro cubiertos por un pedazo de sol clavado en su rostro. “Pasa” me indicó una multitud de voces que provenía de la nada.


En esta hora, la primera de las últimas
Habémoisle preguntado al Eterno,
El dueño supremo de las horas,
Cuál ha ser de tu destino,
La última de las sendas.
Hoy nos ha dado una respuesta,
Clara absoluta e irrevocable,
Que ahora es tu obligación
Acabo se lleve,
Pues es tu misión
Impuesta por el Perenne,
Que ahora a la tierra lejana
En el desierto se te entregue
Sin miramiento o contemplación.
Pues haz de ganarte a tu favor
A todo cuanto el cielo cubra
Usando tu devoción y fervor
Sin la menor duda.
Ahora pues, hijo mío
Ve y cumple tu misión
Que Dios te dio.

Habló el vacío. No aguanté el peso de rodillas. Caí. Las cuatro figuras permanecieron inmóviles. Indiferentes. Seguramente ya habían visto la misma reacción multitud de veces. Me quedé un rato en oración. No sabía qué más hacer. Es verdad, yo mismo había orado muchas veces antes para ir a aquél lugar, pero luego me arrepentía. “Nergal” pensé, “Nergal estará ahí” a manera de un intento de consuelo. Ninguno de los cuatro se movía o decía nada, los puntos de sus máscaras estaban encendidos. Escuché murmullos provenir de la oscuridad; horrorizado, me levanté y me fui. Luvina y Zilam seguramente me estarían esperando ¿Qué les diría?, ¿cómo les podría dar la noticia?
Camino al comedor intenté tranquilizarme: inhalaba y exhalaba, corría y caminaba, apretaba mis manos con fuerza, pero nada me calmaba ¿Qué era esto que sentía? ¿Qué era aquello que no alcanzaba a apuntalar?, ¿Miedo?, no, no podía ser miedo, no podía temer a mi divina misión…pero…los “Pero” se iban clavando lentamente en mi razonamiento como clavos en un ataúd que mi incontrolable palpitar hundía en la madera más y más.

“Calma” pensé, mientras corría camino al comedor. Escuchaba mis pasos resonar por el ala intransitada. “Calma”, me repetía con más vehemencia, con más necedad, pero era inútil, un terremoto que nadie más que yo sentía sacudió mis piernas, luego sacudió mis manos y me derrumbó como un edificio. Allí me quedé, en medio de los enormes ventanales que dejaban entrar la luz del medio día observando mi camino recorrido.



El amanecer del día que partimos era clarísimo, todo por donde alcanzara a ver era cielo, sin nubes navegando a la deriva en el firmamento.
El techo celeste se veía tan igual a otros días. Todo permeado de azul. Cerré mis ojos para hacer oración, pero al cabo de un rato sucumbí ante el arrullo del camino.
―Levántate, llegamos a una base para que comas y te bañes― distante y firme, me levantaron sus palabras. Al oírlo por primera vez pensé que su boca estaba hecha de metal. Bajé del carruaje en el que íbamos, la mirada cautelosa del resto de la escolta no se me separaba. Éramos dos razas completamente distintas; ellos podían cuidar de la carne, pero no de la vida. Caminé entre sus injurias, burlas y silencios, hasta encontrarme otra vez con Nergal quien ya me esperaba sentado a la mesa con la comida en mano.
―Gracias por esperarme― le reclamé. Él continuó comiendo. Los otros soldados sólo me miraron con asombro y cuchichearon entre ellos algo a lo que no le di mayor importancia. Nergal comía muy apropiadamente. Me entretuve conociendo el comedor, era amplio y sencillo. Un domo de alabastro permitía que la luz entrara y escudriñara todos los rincones del recinto. Nergal  sorbía la sopa consciente de mi silencio punitivo, pero no le molestaba, conversaba con él mismo. Preguntaba cosas de vez en cuando y aunque yo me abstuviera de replicar él reía y se contestaba. Me enfurecía. Miré a mi alrededor y pude darme cuenta de mi soledad. No conocía a nadie más que a él. Los soldados no perdían su compostura. Eran figuras de mármol negro incapaces de emitir algo humano.
Continué comiendo la sopa, sin terminar la comida, mejor me levanté a tomar un baño. Todo era blanco tal como los pasillos del monasterio del que había escogido salir; techos altos, luces blancas, muros incoloros, la única diferencia era que, en aquellos pasillos podía encomendarme de vez en cuando a los brazos de mis amigos o empaparme de sus risas, de sus historias. Aquí todo eran pasos y murmullos.
Al abrir la regadera el agua salió a toda prisa a lamer mi cuerpo. Rápidamente las raíces cristalinas se escondían en los recovecos de mi cuerpo. Unas gotas me ceñían con sus ardientes manos la cabeza. Aquellos ardientes caminos de agua trazados en mi cuerpo, se adueñaron de mí. El cristalino cosquilleo en mi cuello del agua que bajaba, era como de cabello recostado en mi cuerpo.
Todo acabó al momento de cerrar la llave. Se detuvieron las caricias, las traviesas manos y su raudo recorrer; comenzó  el sereno retorno de la soledad. Me dejó estático, con la mirada perdida mientras me envolvía la toalla y salía a la precaria habitación que me habían confeccionado con tanto cuidado como le era posible a esa multitud de carbón.
—¡Que piernotas!— dijo una voz muy familiar. La vergüenza no me permitió voltear. No quería ver el rostro del interlocutor, me quedaba más que clara su intención. Me vestí con rapidez. No pretendía dignificar aquella burl.
― Mande, Nergal.― se recostó y continuó hablando mientras yo terminaba de vestirme.
No recuerdo qué tanto dijo. Sólo podía pensar en mi vergüenza y en mi pudor recién transgredido. Terminé de vestirme, no podía voltear. Él reía y reía ante mi pena. Frotaba mis manos contra mis rodillas y tenía la mirada clavada en el suelo; al fin volteé, pero no podía mirarlo. Cerraba mis ojos y movía mi cabeza para evadir el encuentro de la suya, pero después de tanto reírse sólo me ordenó que nos fuéramos. No pude evitar sonreír con obediencia.
Los soldados no se movían cuando él pasaba. Todos saludaban sin mirar. Yo iba tras de él, nadie murmuró, no nada. Según pude escuchar antes de subir al carruaje estábamos a diez minutos del poblado de Tetártos. Un poblado donde la espesa vegetación comenzaba a cederle terreno a la marea dorada de arena que refulgía vigorosa bajo la luz del sol y que con los primeros halos de luz de la luna se volvía una marea argenta gélida.
Subimos al carruaje. Nergal se sentó —Platícame algo.— ordenó sin tacto. Llevábamos por lo menos ya tres días de viaje. La nostalgia me invitaba a la añoranza.
—¿Sabes…?— dije, luego volví a la quietud y la calma. Nergal me miró fijamente y yo a él. Era la primera vez que observaba sus ojos café ardiendo de inocencia al calor del sol; su piel matizada de un hervor rojizo bajo el cobre que lo revestía. Los filos de sus cejas que le daban una apariencia inhóspita junto con su boca que le hería el rostro como si del agua que erosiona un cañón se tratara. Y su nariz ingeniosa, aguda  se posaba por encima de su barbilla alzada de varón poblada por sutiles indicios de vello en ella. Allí estaba él, con su cuerpo recto y tieso, que delimitaba la bestialidad que su mirada no podía. De hombros prominentes, un pecho firme, rocoso, que terminaba en un estómago que apenas si se abultaba entre sus ornamentadas vestimentas llenas de noche. Los rizos insinuados de su cabello corto de militar se desenredaban con el poco aire que entraba.
Este montón de violenta barbarie era el último semblante de amistad que me quedaba en el mundo. La carroza en la que ahora moraba era mi nueva celda—féretro.
Sostuvimos la mirada un rato sin decir nada. No sé qué veía, pero yo sí. Por primera vez me percaté del hombre que me acompañaba en este viaje, el que supuestamente cuidaría de mí.
Retomé la palabra —me estaba acordando de cuando mis amigos allá en el monasterio se enteraron de que me iba. Luvina se despidió con un “¡cuídate mucho!” entonado como un “no te vayas” y Zilam siempre con un rostro serio con una sonrisa de mofa trazada se limitó a darme un abrazo y a desearme un buen viaje. No sabía que extrañaría tanto volver a comer con ellos—.

— Sí pues sí. Te va a gustar mucho el lugar. Ya verás. Piensa positivo.— Empujó sus labios hacia atrás y una curva accidentada rompió su boca mostrando sus dientes. No le hice mucho caso. Seguí en mi convento. Imaginé las cosas que estaría haciendo a esa hora, me entristeció pensar que alguien habitaría mi celda y que ya no serían mis amigos los que merodearan esos pasillos sino los de esa otra persona. La madera ya no crujiría bajo mis pies. Su llamado ya no era para mí como tampoco lo era el asiento vacío que me guardaban a la hora de la comida, ni las estrepitosas risas que Luvina intentaba ocultar mientras Zilam se esmeraba en hacerla reventar a carcajadas.
Lo mío ahora eran estos caminos, este espacio de terciopelo color vino en el que me acompañaba un hombre al cual le tomé un especial e inusitado afecto aunado a un futuro pueblo del cual el único rostro que le conocía era violento, feroz. Una vorágine que se yergue a las faldas de una montaña sagrada.

El tiempo se fue en la lucha por mantenerme despierto. Intenté conversar y entretener a mi protector, pero fue inútil, el peso en mis párpados era absoluto. No tenía idea de lo que pasaba, los intervalos de somnolienta penumbra y de amodorrada luz se interlazaron como uno mismo.

martes, 28 de abril de 2020

Armonía

Un tenue haz de luz atraviesa la pulpa negra de la tierra que me ciñe, menguada, a duras penas me alcanza.
Oracular, este delgado dedo descubre el devenir del mundo condensado en este estrecho pedazo de tierra al que vine a recogerme. Se aglomeran los recuerdos del futuro.

El moribundo rayo de luz descorre el telón fúnebre de oscuridad para mostrar una lluvia de sangre incesante, las lágrimas que regarán los muchos caminos. Trae a la agonía de mis oídos un rugir de negruzcos relámpagos metálicos, el desencajo de inconsolables alaridos. Las penurias que ha de pasar esta tierra enlutada, cimentada en un montón de cadáveres que son lo que nunca fueron...también viene a este agujero consumido de sombras un clamor sin cuerpo que me llama.

Historias de hombres y mujeres que arderán en este desvaído azul resplandor.

Profetiza también entre este juego refulgente, lo que será de mí. La luz irrumpe en la oscuridad con necia profusión, y por vez única veo mi porvenir y el de ese hombre cuyo nombre prometí nunca olvidar y ya no recuerdo. Ilumina, por primera vez, su mirada con un tenebroso y maledicente fulgor.

Poco a poco las revelaciones van cesando. Los lóbregos torrentes van apagando las argentas llamas. Los haz de luz se van reduciendo a pequeñas luciérnagas azules. Duele.
Siento como se extinguen las luces de mi vida en esta oscuridad. Lentamente me vuelvo uno con la nada convirtiéndome en todo.
El peso del cielo recostado en mi cuerpo anuncia que me he vuelto las montañas que rodean este pedazo agreste del mundo. Retorno a los ríos, me transformo en un dulce rumor de agua. Mi cuerpo se transmuta en la tierra que hombres y mujeres han de pisar hasta el final de los días.
Este sueño antiguo que he sorbido del vientre de la madre tierra despertó con los dolores de mi alma.

Escucho el cascabeleo de las hojas por todos lados. Imagino la eternidad y escucho la voz de sus recuerdos. Errabundo, el aplauso de la vida resuena en la oscuridad como si celebrara algo; Llueve. Volveré como la lluvia, y de nuevo ascenderé al cielo y me precipitaré por siempre. Ya no existo. Al fin me doy cuenta.
Yo, que cuando estaba vivo caminaba por el sendero de la verdad protegiendo a mis semejantes, en esta última hora me encojo de arrepiento al contemplar mi destino absoluto.
De nuevo escuché el tañido de esas campanas como en aquel entonces, pero antes mi corazón se aceleró, ahora lo llena una honda tristeza: un hermoso y triste sonido desgarra mi corazón.
Al fin lo entiendo, la luz fue el mensajero de mi fin. 
Se me escabulle el alma en diminutas perlas luminosas.
Mis ojos contemplan la agonizante luz. 
Me envuelve la oscuridad entre sus increados brazos llenos de paz