Voy camino al desierto donde no pasa nada,
donde la única cosa que florece es la violencia regada con la vida de un sinfín de hombres y de mujeres.
Voy y no. Sujeto a mis recuerdos que me
mantienen en mi pequeña celda, que me siguen cubriendo el cuerpo de ternura en
medio de estas fantasmagorías negras que dicen resguardar mi vida en este
peregrinaje.
El hombre que viene a mi lado ya ha
sucumbido ante el sueño, su ronquido asemeja un enjambre de moscas que lucha
desesperadamente por escapársele del cuerpo. Es la primera de mis tres semanas
de peregrinaje pero yo ya estaba de vuelta en los abrazos de mis amigos, en los
besos de las monjas, dentro la comodidad de servir confinado a un pulcro
recinto; estaba, para variar, saboreando las comidas y las conversaciones que
tenía con todos ellos.
Tanto pesan las remembranzas que van
ennegreciendo mi vista, quieren que los sueñe, que dilapide mi zozobra para que
pueda recordar con claridad todo aquello que hoy yo mismo me arrebaté.
Rendido ante el necio estupor que juguetón
coloca sus manos en mis ojos para que les dé otro nombre y otro calor a su
caricia. Duermo.
Se abigarran los sueños y los recuerdos.
―Ahavah― me mandaron
a llamar los cuatro vicarios celestiales con sus voces hecha una.
“Es tu turno de ir” imponiéndome un destino; me ordenaron hacer los
santos ritos antes de la partida. Así lo hice.
“Te va a gustar. El lugar es amplio y
tiene una placita muy bonita, además hay mucha gente ahí que te necesita.
Necesita a tu Dios.” El militar que había procreado en mí el feroz deseo de
pisar aquel suelo hecho de polvo se hizo llamar Nergal.
Nuestros sacerdotes enviados desde la orden
terminaban convirtiéndose en un puño de arena disuelto en el aire rodando de un
lado a otro sin saber si realmente estaban muertos o no. El horror escurrió mi frente.
— No pasa nada. Yo te acompañaré. — dijo cuando supo-
Esta era la primera vez que
encomendaban el cuidado de un cura a unos guardaespaldas, tal vez antes nunca
lo vieron necesario o porque la relación entre la milicia y la iglesia sufrió
muchísimo durante las guerras de pacificación; sea lo que haya sido, a mí me
“protegía” una parvada de cuervos vestidos de hombre y una caravana
que desde el cielo ha de parecer una serpiente arrastrándose buscando una presa
para alimentarse.
— Zilam, Luvina, me mandarán al desierto.—
Hubo un silencio de tumba. Sabían bien que era nuestra obligación. El abraso de luz que ciñe mi cuerpo me recuerda a sus abrazos donde se me escondían la futura
nostalgia y el miedo. El mes previo a mi envío oré hasta sudar espesas hilachas negras que pisaban el suelo con un
aplomo aterrador; nada podía hacer. Sabia bien que era mi obligación.
Nergal me protegería, él me lo dijo: debía
preocuparme por cumplir con mi deber y llevarles al verdadero Dios a ese montón
de infelices.
Mis días en el convento estaban llenos de
risas. Luvina, una mujer que estaba tan arraigada a la tierra que decidió
quedarse tan cerca de ella como le fuera posible, me visitaba de vez en cuando
junto con Zilam, un par a mi parecer muy peculiar. Ella era toda efusividad y
él un silencio anegado de serenidad. Nos gustaba reunirnos a comer y pasar
nuestro día de descanso juntos jugando algún juego de mesa.
Entre semana casi no nos veíamos, pues,
siendo los tres miembros de la orden, nuestra vida giraba de lleno en torno a
la necesidad de los demás. Cuando algo faltaba, cuando alguien necesitaba ser
escuchado, era nuestro solemne deber ir y ser todo manos u oídos para el
desamparado y desconsolado.
Zilam, normalmente se encargaba de los
ancianos “A ellos nunca nadie les presta atención. Los creen inútiles”
decía, mientras que el llamado de Luvina provenía de los enfermos o deformes.
Se veía magnánima recibiendo los pequeños manotazos e imponiendo orden a las
criaturas tan pequeñas (¿o tan grandes?) como ella. Acababa toda
desescarmenada, con el cabello cubriendo su rostro irregularmente y a veces con
marcas de mordidas por todas sus manos; Los admiraba. Yo tenía un
oficio relativamente sencillo, lo mío era educar a la gente, fingir ser una
autoridad ante ellos y saber. De vez en cuando había que atender a alguna que
otra actividad donde había que convivir con niños o ancianos, pero yo me centraba
más en dirimir y asentir.
Comía todos los días, tenía mi propia
celda donde me dedicaba con fervor a la erudición y veía a mis amigos
rutinariamente. Nunca comprenderé ni cómo ni porqué ese hombre había encendido
aquella dulce pasión por el prójimo en mí.
Su paso firme y postura tensa fue lo
primero que vi de él ese día.
— Mucho gusto — dijo él con suma
naturalidad mientras extendía su mano.
— Un gusto — le respondí sonriendo sin
saber si realmente era una razón para alegrarse.
Luego me pidió acompañarlo a realizar una
diligencia, bueno, “pedir” es una palabra muy suave para su tajante e innegable
“Vámonos”.
Me llevó a pasear por la periferia de la
ciudad. El recorrido no tenía fin, la arena se adivinaba con el cielo en el
resplandor crepuscular. Como no le vi un fin próximo decidí hacer preguntas
para aliviar la repentina extrañes que me provocaba lo solicitado de mi
compañía; para mi sorpresa él respondía todo con una naturalidad galante y
complaciente.
Luego se detuvo en la cima de un monte
cercano. Los escombros de sol aferrados al cielo brillaban tenuemente. El
silencio se apropió del momento y sin decir más, me regresó a mi celda. Había
consumido todo mi día sin saber la razón.
Después de ese día sus visitas comenzaban
a hacerse frecuentes, de a poco se incluyó en mis actividades. Los superiores
dijeron que era para que conocieran un estilo de vida tan ejemplar como el mío, pero había decenas,
cientos de ejemplos de vida mejores que yo.
A mis compañeros parecía dárseles
naturalmente el altruismo. Todos ponían cara enternecida de suplicio al ver a los
despojos de ser humano amontonados como basura en el
suelo; corrían conmovidos en su ayuda. Yo no. Yo los ayudaba, luego les
reprochaba su debilidad, los mandaba seguro de que mi palabra era la verdad y que en ella estaba contenida el remedio absoluto de su miseria. Obedecía mis votos monásticos al pie de la letra: era
caritativo, servicial y abnegado al prójimo, pero no por devoción, sino por
deber, ellos no. A mis compañeros se les notaba la dulce disposición de hacerlo.
En absoluto iba a poder sanarlos y
hermanarlos con la gente; a esos guiñapos todo el mundo los veía con lástima.
Para mí todos éramos lo mismo, una posibilidad de desgracia o salvación. Unos
ya vencidos, otros en proceso de vencerse ¿por qué habría de tenerle lástima a
los caídos y dejarlos ahí arrumbados cuando podía darles un último aliento para
que se levantaran?
Si yo tenía comida la repartía para que no
me molestara mi conciencia, no porque la compasión me llevara a quitarme el
pedazo de pan de la boca.
De vez en cuando, al término de mis
obligaciones Nergal decidía quedarse. Su labor nunca terminaba “quiero esto,
quiero aquello” decía esperando obediencia, curiosamente, resultaba natural obedcerlo, Poco a poco me fui dando cuenta que le gustaban los té cargados con su bolsita enredada en la
oreja de la taza, que el ruido al comer le resultaba molesto.
Después de saberme la medida de sus gustos, sin más, dejó de irrumpir en el convento, sus pasos dejaron de poblar los pasillos, su voz ya no se depositaba como alcancía en mis oídos. Nada. Desapareció. La mariposa de su muerte revoloteaba por mi mente. Se batía con delicadeza en el silencio de mis pensamientos. Comencé
a hacer mis diligencias para espantarla, para no remitirme al recuerdo de su
ausencia. Ahora me comprendía menos. Habían pasado ya cinco meses desde aquella
vez del mirador, cinco meses en los que a diario le adivinaba los gustos, el
humor, hasta sus dolencias y de la nada se había ido. Ahora tenía que hacerme pretextos para mí después de tanto tiempo, tenía que andarme inventando la paz y la calma como si no las conociera.
Decidí irme a rezar a la catedral.
“Creemos
que nuestro juez ha de venir
En
ti, ¡Oh, Señor! He puesto mi confianza
¡Oh,
Señor! Víctima redentora,
Libérame.
La muerte y la vida se me confunden...”
Hice mis manos un nudo devoto. No
escuchaba respuesta de nadie, oía mi voz, el gorgoteo de su eco humedecer el recinto.
Brincando de un muro a otro, jugando a que las paredes eran los oídos de Dios y
que yo le murmuraba a gritos mi petición. Un desposeído “Hola” apaciguó
el juego Era Zilam quien levantó su mano para terminar el saludo.
— ¿Ya estás
practicando? Te llegó esta carta de Nergal, para que ya dejes de llorar — dijo
conteniendo la risa.
— Cállate, no lloré — le respondí apenado
por mi notoria tristeza. ― ¡Espera! ¿Practicando?― referí el verbo agitando mi cabeza.
Rió— Bueno — añadió, — Vamos a comer con
Luvina aunque nuestra amistad no te satisfaga — arrojó una lágrima ficticia al
aire.
— Qué dramático eres —le respondí enternecido por su sutil muestra de cariño y lo abracé para irnos a comer.
Al llegar al comedor ya estaba la mesa
puesta con Luvina acompañada de dos asientos vacíos. Arrojó su quijada hacia
delante con los labios apretados como diciendo "siéntense” acompañó al
gesto su mirada estrecha abierta en toda su extensión. Zilam frunció el
ceño al ver la comida y profirió un leve quejido. Yo lo empujé hasta el
asiento, pero mientras más trataba de apresurarlo, más se abandonaba a su peso.
Un caudal de murmullos nos sobrevino
― ¿Dónde chingados estaban? ― la dulcísima
voz de Luvina se unio al barullo.
― Pues, tu amigo que estaba en el templo a
llanto abierto. No podía calmarlo. Estaba llore y llore. No podía traerlo así.―
Luvina sólo lo miró poseída por un hastío que le hizo torcer los ojos. Fue
en ese instante en que los tres y el resto de los ahí congregados nos
percatamos: Ahí, en medio de la puerta abierta de par en par se apareció
nuestro señor cardenal Melodia.
Nos levantamos en cuanto el mandamás puso un
pie sobre el mármol pulido del suelo. Su séquito de acólitos venían tras de él
con un trono dorado a sus espaldas. Todos permanecíamos inertes mientras se
adueñaba del recinto. Ningún rincón quedaba despoblado de su dominio; el
traqueteo de los trastes cesó junto con la cacofonía en el salón. Una multitud de pasos resonó tras de él.
Lo vimos de soslayo. Un nimbo de
rayos solares coronando su cabeza clavado a una máscara de oro pulido incrustada
con cinco gotas rojas. Una cascada de plumas de pavo real desembocaba en un río
de ojos en el suelo. Antes de sentarse, livianamente alzó sus guantes como
garras de palmas al cielo y comenzó a orar:
“Cum resurget creatura
Judicanti responsurra
Judex ergo cum sedebit
Nil inultum remanebit
Quem patronum rogaturus
Cum vix justus sit securus?
Juste Judex ultionis
Ante diem rationis”
Sus palabras antiguas caían una a una
contundentes en nuestros oídos.
“Kyrie Eleison” respondimos
en coro aún pasmados por tal imponente acto de presencia.
La cena fue silenciosa. Nada aparte del
choque de los cubiertos contra los platos amenizaba el suceso. La sicofancia no
se hizo esperar y varios de nuestros compañeros comenzaron a adular al supremo
cardenal. Yo no quería ni siquiera mirarlo, ¿cómo iba a mirarle con estos ojos percudidos de pecado? No nos quedó más que rezar extasiados de agradecimiento, yo
pretendí rezar. Cerré mis ojos, de nuevo mis manos se confundieron en una, pero
no agradecía, otra vez volvía a pedir: pedí que Melodia el puro se llevara su
inmaculada presencia, que sus ojos no escarbaran inquisitivos en mi alma.
Así nos mantuvimos por no sé cuánto tiempo;
el mundo pudo haberse acabado en ese instante, pero con Melodia ahí, poco nos
hubiera importado.
A ojos cerrados escuchamos la voz de
Melodia; grave y serena, segura de todo proceder anunció su retirada,
finalmente, al oír cerrarse la puerta de nuevo volvió el tiempo a su cause.
Zilam suspiró aliviado, —Que
bueno, ya no aguantaba, me estaba quedando dormido— nos anunció,
Luvina rió desaforada. Yo por mi parte respondí un seco— ¡Ya sé!— recogí nuestros
platos. Nos despedimos confinándose cada quien a su mundito, a los cuatro muros
que lo conformaban.
Mientras me deshacía de las largas prendas
que eran nuestros atavíos un crujir extraño entre mi ropa captó mi atención sacándome
del trance en que la magnánima presencia me había colocado de un mero rezo.
—¡La carta de Nergal!— entusiasmado por el
simple pedazo de papel hurgué en mis ropajes buscando el tesoro de
celulosa.
— ¡Aquí está! — me dije a mí mismo con la
alegría que mi voz se permitía transmitir, abrí el sobre cuidando no romperlo.
La fecha era de hace tres semanas.
“Ahavá” rezaba la primer línea
“Me encuentro bien. Espero mi carta te llegue con prontitud. En este mismo
momento me encuentro en un pueblo desconocido, seguramente habrás oído hablar
de él. Aquí donde los indios matan a diestra y siniestra.
Me enviaron en una misión de
reconocimiento. No te preocupes por mí, volveré en unos dos meses.
PD: Cuando vuelva invítame a comer.
Nergal”
Por supuesto que sabía de ese poblado.
Nuestra orden mandaba sacerdotes al menos cada tres meses, teníamos funerales
comunales cada nueve. Tardaba lo menos la tierra en entregarlos al mundo que el
mundo en devolvérselos como montones de destellos apagados. Terrible. Cuando llegaban
los restos no nos era permitid abrir las cajas de sus féretros. Los horrores
hechos a sus cuerpos profanados nos provocarían pesadillas para toda la vida,
decían. No podíamos despedirnos antes de entregarlos a las hambrientas
mandíbulas de la lumbre.
Ahora sí tenía una razón para orar por
Nergal, por su bienestar, por volver a verlo y despedirme de él una multitud de veces para
que no se condensaran todas las despedidas en un adiós eterno.
Devolví la misiva a su sepulcro. Me
dispuse a dormir.
Habían transcurrido dos semanas desde la
llegada de la epístola. Yo me la pasaba distraído, absorto imaginando aquel
pueblo innombrado, a Nergal en recostado en la arena mirando el cielo,
envisionaba su rostro putrefacto carcomido por insectos o derretido por el sol.
Estremecido por el luto, temblaba al imaginarlo muerto y prefería recordarlo
vivo, tomando su té, entrando a mi celda y respondiendo mis preguntas. No
encontraba alivio en las palabras tendidas en el papel. Su “Cuando vuelva
invítame a comer” se trocaban en un “si es que vuelvo” y pesaba más
mi incertidumbre que la seguridad de su mano al escribir esas palabras.
Paseando por los pasillos del complejo el
párroco me abordó para informarme que Melodia demandaba mi presencia inmediatamente.
Una requisa tan perentoria de nuestro
líder absoluto no hizo sino ofuscarme. No había hecho nada que fuera en contra
de mis labores: oraba, cumplía con el servicio comunitario, enseñaba y ayudaba
en los quehaceres del convento, inclusive, durante este tiempo en el que la
ausencia de Nergal me hacía compañía, me dio por exceder mi labores asignadas y
acompañaba a quien fuera a las suyas con tal de que los horizontes del mundo no
se acabaran en la pared de mármol a la que se le antojaba delimitar el espació
ahí donde ella se erguía. Nervioso me dirigí hacia el aposento del santo de
inmediato. Quería apurarme también porque justamente hoy, era el día en el que
comía con mis amigos.
No me perdonarían no comer con ellos de
nuevo, aunque fuera Luvina la que por sus trabajos en el convento hubiera
pospuesto el encuentro dos veces.
En fin, recorrí los interminables pasillos
blancos del convento. Todo el lugar era de mármol con grandes arcos abriéndose
al exterior. Nuestros jardines vestidos de rosas blancas, margaritas,
campanillas, orquídeas, claveles y alcatraces eran nuestro orgullo. Los arcos,
como bocas abiertas, permitían el paso de los rayos del sol que acariciaban el
mármol donde se clavaban para que la brisa no se llevara su calor. El camino se
acortaba con cada una de mis zancadas pero yo alentaba mi paso para seguir
contemplando esa imagen.
Los rayos del sol ahora se ocultaban de la
brisa entre las flores, pero ella con amorosa tenacidad los seguía buscando, en
un sacudir deshojó todo para que el sol ya no tuviera donde esconderse de su
etéreo beso. Luego, cuando al sol le tocaba buscar a la brisa, esta se escondía
bajo las alas de las aves, entre mi piel, pero sobretodo, dentro de nosotros, y
cuando el sol se rendía, se secaba en un suspiro al mundo para jugar una vez
más.
Di con el ala que coloquialmente
conocíamos como “El tabernáculo de la alianza” porque ahí estaba la sala de
juntas de Melodia y los demás líderes de la orden. Era una puerta
alta de madera negra, chapas de oro y relieves floridos. En sí, la
puerta formaba el rostro del Dios encarnado al que adorábamos. De ojos
hundidos, enjuto, vejado.
Abrí la puerta lentamente para avisar que
había llegado. Cuatro siluetas brillaban entronadas en la oscuridad: Melodia, Feng,
Ame y Virupaksa.
Los cuatro cubiertos por un pedazo de sol
clavado en su rostro. “Pasa” me indicó una multitud de voces que provenía de la
nada.
En esta hora, la primera de las últimas
Habémoisle preguntado al Eterno,
El dueño supremo de las horas,
Cuál ha ser de tu destino,
La última de las sendas.
Hoy nos ha dado una respuesta,
Clara absoluta e irrevocable,
Que ahora es tu obligación
Acabo se lleve,
Pues es tu misión
Impuesta por el Perenne,
Que ahora a la tierra lejana
En el desierto se te entregue
Sin miramiento o contemplación.
Pues haz de ganarte a tu favor
A todo cuanto el cielo cubra
Usando tu devoción y fervor
Sin la menor duda.
Ahora pues, hijo mío
Ve y cumple tu misión
Que Dios te dio.
Habló el vacío. No aguanté el peso de rodillas. Caí. Las cuatro figuras
permanecieron inmóviles. Indiferentes. Seguramente ya habían visto la misma
reacción multitud de veces. Me quedé un rato en oración. No sabía qué más
hacer. Es verdad, yo mismo había orado muchas veces antes para ir a aquél
lugar, pero luego me arrepentía. “Nergal” pensé, “Nergal estará ahí” a manera
de un intento de consuelo. Ninguno de los cuatro se movía o decía nada, los
puntos de sus máscaras estaban encendidos. Escuché murmullos provenir de la
oscuridad; horrorizado, me levanté y me fui. Luvina y Zilam seguramente me
estarían esperando ¿Qué les diría?, ¿cómo les podría dar la noticia?
Camino al comedor intenté tranquilizarme:
inhalaba y exhalaba, corría y caminaba, apretaba mis manos con fuerza, pero
nada me calmaba ¿Qué era esto que sentía? ¿Qué era aquello que no alcanzaba a
apuntalar?, ¿Miedo?, no, no podía ser miedo, no podía temer a mi divina
misión…pero…los “Pero” se iban clavando lentamente en mi razonamiento como
clavos en un ataúd que mi incontrolable palpitar hundía en la madera más y más.
“Calma” pensé, mientras corría camino al
comedor. Escuchaba mis pasos resonar por el ala intransitada. “Calma”, me
repetía con más vehemencia, con más necedad, pero era inútil, un terremoto que
nadie más que yo sentía sacudió mis piernas, luego sacudió mis manos y me
derrumbó como un edificio. Allí me quedé, en medio de los enormes ventanales
que dejaban entrar la luz del medio día observando mi camino recorrido.
El amanecer del día que partimos era
clarísimo, todo por donde alcanzara a ver era cielo, sin nubes navegando a la deriva en el firmamento.
El techo celeste se veía tan igual a otros
días. Todo permeado de azul. Cerré mis ojos para hacer oración, pero al cabo
de un rato sucumbí ante el arrullo del camino.
―Levántate, llegamos a una base para que
comas y te bañes― distante y firme, me levantaron sus palabras. Al oírlo por
primera vez pensé que su boca estaba hecha de metal. Bajé del carruaje en el
que íbamos, la mirada cautelosa del resto de la escolta no se me separaba.
Éramos dos razas completamente distintas; ellos podían cuidar de la carne, pero
no de la vida. Caminé entre sus injurias, burlas y silencios, hasta encontrarme
otra vez con Nergal quien ya me esperaba sentado a la mesa con la comida en
mano.
―Gracias por esperarme― le reclamé. Él
continuó comiendo. Los otros soldados sólo me miraron con asombro y
cuchichearon entre ellos algo a lo que no le di mayor importancia. Nergal comía
muy apropiadamente. Me entretuve conociendo el comedor, era amplio y
sencillo. Un
domo de alabastro permitía que la luz entrara y escudriñara todos los rincones
del recinto. Nergal sorbía la sopa consciente de mi silencio
punitivo, pero no le molestaba, conversaba con él mismo. Preguntaba cosas de
vez en cuando y aunque yo me abstuviera de replicar él reía y se contestaba. Me
enfurecía. Miré a mi alrededor y pude darme cuenta de mi soledad. No conocía a
nadie más que a él. Los soldados no perdían su compostura. Eran figuras de
mármol negro incapaces de emitir algo humano.
Continué comiendo la sopa, sin terminar la
comida, mejor me levanté a tomar un baño. Todo era blanco tal como los pasillos
del monasterio del que había escogido salir; techos altos, luces blancas, muros
incoloros, la única diferencia era que, en aquellos pasillos podía encomendarme
de vez en cuando a los brazos de mis amigos o empaparme de sus risas, de sus
historias. Aquí todo eran pasos y murmullos.
Al abrir la regadera el agua salió a toda
prisa a lamer mi cuerpo. Rápidamente las raíces cristalinas se escondían en los
recovecos de mi cuerpo. Unas gotas me ceñían con sus ardientes manos la cabeza.
Aquellos ardientes caminos de agua trazados en mi cuerpo, se adueñaron de mí.
El cristalino cosquilleo en mi cuello del agua que bajaba, era como de cabello
recostado en mi cuerpo.
Todo acabó al momento de cerrar la llave. Se
detuvieron las caricias, las traviesas manos y su raudo recorrer;
comenzó el sereno retorno de la soledad. Me dejó estático, con la
mirada perdida mientras me envolvía la toalla y salía a la precaria habitación
que me habían confeccionado con tanto cuidado como le era posible a esa
multitud de carbón.
—¡Que piernotas!— dijo una voz muy familiar.
La vergüenza no me permitió voltear. No quería ver el rostro del interlocutor, me
quedaba más que clara su intención. Me vestí con rapidez. No pretendía
dignificar aquella burl.
― Mande, Nergal.― se recostó y continuó
hablando mientras yo terminaba de vestirme.
No recuerdo qué tanto dijo. Sólo podía pensar
en mi vergüenza y en mi pudor recién transgredido. Terminé de vestirme, no
podía voltear. Él reía y reía ante mi pena. Frotaba mis manos contra mis
rodillas y tenía la mirada clavada en el suelo; al fin volteé, pero no podía
mirarlo. Cerraba mis ojos y movía mi cabeza para evadir el encuentro de la
suya, pero después de tanto reírse sólo me ordenó que nos fuéramos. No pude
evitar sonreír con obediencia.
Los soldados no se movían cuando él pasaba.
Todos saludaban sin mirar. Yo iba tras de él, nadie murmuró, no nada. Según
pude escuchar antes de subir al carruaje estábamos a diez minutos del poblado
de Tetártos. Un poblado donde la espesa vegetación comenzaba a cederle terreno
a la marea dorada de arena que refulgía vigorosa bajo la luz del sol y que con
los primeros halos de luz de la luna se volvía una marea argenta gélida.
Subimos al carruaje. Nergal se
sentó —Platícame algo.— ordenó sin tacto. Llevábamos por lo
menos ya tres días de viaje. La nostalgia me invitaba a la añoranza.
—¿Sabes…?— dije, luego volví a la quietud y
la calma. Nergal me miró fijamente y yo a él. Era la primera vez que observaba
sus ojos café ardiendo de inocencia al calor del sol; su piel matizada de un
hervor rojizo bajo el cobre que lo revestía. Los filos de sus cejas que le
daban una apariencia inhóspita junto con su boca que le hería el rostro como si
del agua que erosiona un cañón se tratara. Y su nariz ingeniosa, aguda se posaba por encima de su barbilla alzada de
varón poblada por sutiles indicios de vello en ella. Allí estaba él, con su
cuerpo recto y tieso, que delimitaba la bestialidad que su mirada no podía. De
hombros prominentes, un pecho firme, rocoso, que terminaba en un estómago que
apenas si se abultaba entre sus ornamentadas vestimentas llenas de noche. Los
rizos insinuados de su cabello corto de militar se desenredaban con el poco
aire que entraba.
Este montón de violenta barbarie era el
último semblante de amistad que me quedaba en el mundo. La carroza en la que
ahora moraba era mi nueva celda—féretro.
Sostuvimos la mirada un rato sin decir nada.
No sé qué veía, pero yo sí. Por primera vez me percaté del hombre que me
acompañaba en este viaje, el que supuestamente cuidaría de mí.
Retomé la palabra —me estaba acordando de
cuando mis amigos allá en el monasterio se enteraron de que me iba. Luvina se
despidió con un “¡cuídate mucho!” entonado como un “no te vayas” y Zilam
siempre con un rostro serio con una sonrisa de mofa trazada se limitó a darme
un abrazo y a desearme un buen viaje. No sabía que extrañaría tanto volver a
comer con ellos—.
— Sí pues sí. Te va a gustar mucho el lugar. Ya verás. Piensa positivo.— Empujó sus labios hacia atrás y una curva accidentada rompió su boca mostrando sus dientes. No le hice
mucho caso. Seguí en mi convento. Imaginé las cosas que estaría haciendo a
esa hora, me entristeció pensar que alguien habitaría mi celda y que ya no
serían mis amigos los que merodearan esos pasillos sino los de esa otra
persona. La madera ya no crujiría bajo mis pies. Su llamado ya no era para mí
como tampoco lo era el asiento vacío que me guardaban a la hora de la comida,
ni las estrepitosas risas que Luvina intentaba ocultar mientras Zilam se
esmeraba en hacerla reventar a carcajadas.
Lo mío ahora eran estos caminos, este espacio
de terciopelo color vino en el que me acompañaba un hombre al cual le tomé un
especial e inusitado afecto aunado a un futuro pueblo del cual el único rostro
que le conocía era violento, feroz. Una vorágine que se yergue a las faldas de
una montaña sagrada.
El tiempo se fue en la lucha por mantenerme
despierto. Intenté conversar y entretener a mi protector, pero fue inútil, el
peso en mis párpados era absoluto. No tenía idea de lo que pasaba, los
intervalos de somnolienta penumbra y de amodorrada luz se interlazaron como uno mismo.