Arribamos a Tetártos con los primeros luceros
del alba. Los rayos del sol iban peinando la oscuridad hasta aplastarla por
completo. Las lozas de las casas cambiaban de color de un púrpura a un
terracota vivo. Los primeros luceros del alba engalanaban a la pequeña ciudad
como una virgen. Olía a pan recién horneado; a fertilidad, toda la ciudad era
un contraste de vida y pureza: árboles aparecían por doquier, frutos redondos y
carnosos cual seno femenino en madurez abundaban.
No era la primera vez que visitaba Tetártos,
pues allí es donde nuestra casa de retiro en la cima del monte residía. Una o
dos veces cada tres meses nos retirábamos a aquella pintoresca casa de ladrillo
con ventanales que engullían la luz y la digerían en las entrañas de sus
pasillos. Aún me acodaba de sus explanadas gigantescas que se interrumpían de
jardines salpicados de flores. Grandes manchas irrumpían el verdor y terminaban
abruptas en páramos empedrados.
Sin embargo, era la primera vez que veía
despertar a aquella mujer dormida, que la veía iluminarse como vela, que
observaba el terciopelo verde de su sexo humedecerse excitada y presta a
recibir las penetrantes luminiscencias.
Tetártos nos recibía de brazos abiertos como
a la luz. Nos detuvimos. Nergal me dijo que nos quedaríamos allí por dos días y
que podía hacer lo que quisiera. Como era una ciudad conversa, tenía muchísima
libertad de moverme y era bien recibido con tan sólo vestir mis hábitos.
Decidí entonces conocer los edificios
históricos, los héroes interpretados en los muros y los templos que se dice
Melodia fundó en la ciudad. Según los anales históricos de nuestra religión,
cuando empezó el proceso evangelizador, hace ya más de cien años, Tetártos fue
la primera conversa, por lo cual, la cultura que traían los primeros mensajeros
pudo tenderse cómodamente; evidencia de aquello eran sus construcciones hechas
de piedra blanca, arcos descomunales y patrones florales, sus iglesias con
grandes bóvedas de costilla y arcos arbotantes que señalaban con enjundia los
cielos y sus coloridos vitrales caleidoscópicos que ocupaban por lo menos la
mitad de una delgada pared.
Por las casas pasaban unos riachuelos que los
pobladores llamaban “acequias” que fungían de venas para la ciudad. Cristalinas
venas que recorrían todos los recovecos de la ciudad. Iban de aquí a allá
llevando el vital humor vítreo para los pobladores. Allí, junto al kiosco, eran
el centro de la vida social. Se juntaban las mujeres a conversar mientras
restregaban sus blancos ropajes para quitarles el poco polvo que se les pegaba;
los hombres se reunían mayormente en el kiosco a conversar sobre los eventos
más recientes y relevantes.
Caminé entonces, entre los callejones
empedrados; las casonas despobladas de color se camuflaban en la pradera azul
infinita con las nubes. De vez en cuando algunas aves se posaban en los techos
rojizos. Fui al kiosco, supe por los locales que ahí, a un lado de la rotonda
central había un pequeño café quiescente donde podía uno sentarse a ver el
bullicio de la gente.
Así lo hice. Me senté en el balcón del
segundo piso del que colgaba una enredadera poblada de flores, pedí un café
negro sin azúcar y un pedazo de pie de queso para acompañarlo. Desde ahí pude
contemplar la industriosa vida que bullía y manaba de todas partes.
Las mujeres cargando niños, yendo por el
mandado, algunas otras vestidas con su rebozo y cargando un rosario de cuentas
orando en la calle. Las jovencitas ligeras y airosas caminando como diosas a la
guerra, sembrando sus pequeñas pisadas surcando los callejones con la
magnanimidad y arrogancia que otorga la juventud.
Los hombres, pesados, ataviados con traje y
sombrero de porte inflexible arando los caminos con sus negocios, risas estruendosas
iban cerrando o empezando conversaciones.
Los meseros iban de un lado a otro como
abejas recolectando el polen verde de las flores.
Menesterosos todos, no requerían de un pastor
en sus vidas.
Terminé mi café y me encaminé a conocer la
iglesia; celebraban una misa. El corazón se me hinchó de la alegría. Todos
atendían a las palabras del sacerdote en turno. Solemne encendía las velas para
marcar el inicio de la ceremonia. La marea de cantos no se hizo esperar.
Rebotaban en los sólidos muros de la construcción y se apagaban como las gotas
de lluvia que caen de las lozas al detenerse; súbitamente las voces se trocaban
en una hasta llegar a convertirse en una muda armonía.
Cuando el hombre del hábito alzaba sus manos
todos se erguían a su paso, cuando él colocaba sus palmas al suelo, todas las
humildes ánimas se hincaban bajo su poder. Su dominio era inexpugnable aunque
de vez en cuando el llanto de un infante rompía la delicada fibra del silencio.
Los acólitos se movían como almas en pena;
con su mirada firme en el horizonte balanceaban el pequeño incensario de un
lado a otro.
Me uní a su cantar sin saberlo
“Nuestro juez vendrá
En vos, Dios confiamos.
¡Sálvame de la maldición eterna!
¡Salva a vuestros pueblos!
En ti, juez, creemos.
Líbranos, ¡Oh Señor!
de la muerte certera.”
“Líbranos, ¡Oh Señor! De la muerte certera.” Cantaban todos en una ciudad donde la muerte
no existía. Terminó la celebración y continué con mi paseo. Al salir de la
iglesia vi a varios niños reunidos jugando. Confirmaba mi pensamiento, en
Tetártos la muerte no se asomaba, todo cuanto había visto era vida. Me dispuse
a buscar un lugar para leer. Seguramente Nergal estaría disponiendo y
mandando. Todo era muy tranquilo. Mi
lectura la interrumpió un indigente que necesitaba dinero así que hice lo
debido y le di cinco pesos. Eso le bastaría al hombre para comprar una telera.
Pobre hombre, me entristeció ver su miseria. Tanta oportunidad había en la
tierra y él escogía disponer de su vida de la manera más insignificante y
mundana. Su olor era insoportable. Agradecí al creador que lo hubiera hecho
irse con brevedad. Me recordó a cuando nos llevaban a conversar con los
ancianos y los enfermos; a veces resultaba un trabajo extenuante tener que
escuchar sus desvaríos y lamentaciones hora tras hora. Sin embargo, a eso
estaba llamado, a entregarme al prójimo, entonces, así lo hice. Así lo haré.
Resuelto, opté por volver a la base militar
donde me hospedaba. Fue en ese entonces que me di cuenta de la distancia. El
recorrido fue corto, —o eso me pareció— pero al no poder volver supe que mi
caminata fue más larga. Estuve vagando sin rumbo fijo hasta que por un azar di
con el complejo militar. Al llegar un soldado me informó que Nergal me buscaba
y que él había ido personalmente a Tetártos para dar con mi paradero, luego me
pidieron que me retirara a mi habitación y que no me moviera de ahí hasta que
él volviera.
Impresionante. Todos esos hombres de plomo se
convertían en pólvora a merced del gatillo de Nergal, incluso cuando él se
ausentaba. Me sorprendía más darme cuenta que inclusive yo le obedecía sin
siquiera considerar otra opción. Tanto era su poder, tanto que si él lo deseaba
enviaba hombres a morir o asesinar; Un ídolo de plomo investido con el derecho
divino…
Olvidé por completo mi lectura al ver a aquel
hombre mendigando. Ya que esperaba visita y no podía salir de la habitación,
resumí la lectura donde la había pospuesto. Las letras se grababan en los
corredores de mis recuerdos. Todos esos momentos de ficción los recordaba al
leer los pasajes que ahora me enganchaban. La historia del redentor que por
nuestra culpa nos había merecido al mundo era fascinante, ¡qué valor! Pensé
para mí mismo. Una historia de antaño que a llana vista era el fundamento de
nuestra religión. Esa pequeña onda en el mar se convirtió en una marea que iba
arrasando con dulzura todo a su paso y esta ciudad era testigo vivo de aquél milagro.
Satisfecho cerré el libro. Nergál no llegó
esa noche a dormir. Lo supe mientras tomábamos el desayuno.
— ¿Y tú de dónde tan fresco?— le dije a
Nergal mientras sorbía una taza de té sin azúcar.
Pero continuó sorbiendo. Repetí mi pregunta. Al
cabo de unos segundos terminó de sorber y colocó su taza en la mesa diciendo
—No lo sé. Recuerdo haber despertado con una
mujer; ni me acuerdo de su nombre.—
—¡Vaya!— le dije porque no se me ocurrió otra
palabra y le di un trago al café. Él entonces acarició mi cabeza y se retiró.
Yo también decidí retirarme a orar. Me quedaba el resto del día para darle
vueltas a su respuesta.
Los pasillos altos y blancos me recordaban
demasiado los pasillos del convento, en estos pasillos también resonaban las
pisadas llenas de determinación de los hombres a toda hora.
Oraba, pero no podía concentrarme. Mis
oraciones no se sentían como el agradecimiento sereno para con Dios por el
mundo entregado; Sentía que mi oración estaba cayendo a un pozo sin fondo.
Luego recordé a aquél mendigo en la acera, desvalido y paupérrimo.
Apreté mis manos con más fuerza, lo vi a ojos cerrados. Las manos huesudas,
mugrientas, uñas largas y amarillentas, demacrado; en ese momento pude volver a
orar. Recordé cuál era mi motivación y mi alma estuvo en paz.
Le pedí a Dios por ese hombre, que alguien lo
ayudara porque esa condición indigna no era tolerable. Yo había hecho lo que en
mis manos estuvo y la paz me inundaba.
Entonces concluí mi oración y retomé la
lectura. Todo ese día no me animé a salir.
Nergal volvió a la mañana siguiente para
avisarme que partiríamos en dos horas.
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